Se conoce desde hace tiempo que un excesivo consumo de fructosa favorece la obesidad, la resistencia a la insulina (diabetes tipo 2), el aumento de trigliceridos en sangre (hipertrigliceridemia) y sobre todo se asocia a altos grados de esteatosis hepática (hígado graso).
Esto se produce porque la fructosa tiene varias características peculiares, siendo tal vez la más conocida la capacidad de producir resistencia a la leptina, una hormona que regula la saciedad y el hambre, de tal forma que los pacientes que consumen altas cantidades de fructosa se sacian más tarde. Pero además se sabe que en las personas que consumen mucha fructosa, el deposito de grasa de los alimentos en el organismo es hasta 2 veces superior a lo normal, siendo especialmente intensa en el hígado (más que cuando se consumen solo grasas). Por lo tanto este azúcar no es tan «saludable» como en principio se creía; muestra de ello es «el bum» de la obesidad en la década de los setenta en Estados Unidos, cuando se comenzó a consumir jarabe de maiz en grandes cantidades ya que, por su alto contenido en fructosa, endulzaba más con menos calorías, pero lo en lo que nadie había reparado es que su ruta metabólica en realidad predisponía a la obesidad, hipertrigliceridemia y diabetes.
En este mes de Octubre se va a publicar un interesante trabajo en la revista científica Diario del Colegio Americano de Nutrición (Journal American College Nutrition). En este estudio los investigadores seleccionaron a pacientes de dos grupos raciales: el primero estaba compuesto por afroamericanos en los que se sabe que el hígado graso es menos frecuente y otro grupo formado por hispanos, que aunque con igual tendencia a la obesidad que los afroamericanos, presenta más frecuentemente esteatosis hepática, siendo también esta con mayor frecuencia grave. En ambos se realizó un estudio de tolerancia a la fructosa con test de Hidrógeno espirado y otro de grasa corporal total, subcutánea, visceral y hepática, mediante resonancia magnética (RNM), observándose que la intolerancia era mucho más frecuente en afroamericanos, comparados con los hispanos, y que en aquellos pacientes más intolerantes existía menor proporción de hígado graso, independientemente de la cantidad de grasa corporal total, subcutánea y visceral no hepática. Por lo tanto los autores concluyen con una interesante conclusión: la intolerancia a la fructosa es un factor protector frente al hígado graso (en definitiva, queridos intolerantes: «lo malo» a veces no es «tan malo»).